viernes, 9 de marzo de 2012

Escoaching sobrevenido

Por qué abriré la boca para hablar, en lugar de hacerlo para esa estupenda sopa de tomate con albahaca. Por qué me dará por interesarme por las culturas ajenas cuando tengo delante una mujer que con su mirada enciende siete faros de Alejandría, que con un gesto de la mano barre todas las arenas del desierto, que con un guiño derrumba la mitad de los templos de Egipto. Quién me mandará preguntarle a este tío que en qué parte de Turquía lo malparieron, para al de unos años caer en este restaurante y chafarme la que iba a ser la comida más romántica del año, preludio de la siesta más salvaje del siglo.
Son las cinco de la tarde, y entramos en este kebab a eso de la una. En esta Suiza tan europea, donde no saben vivir, comen a la hora del vermut y cenan a la hora de los vinos. En esta ocasión no me importó mucho lo de comer temprano: antes iríamos al hotel.
Amables, no tan serviles como aparentan ser en los restaurantes chinos, los camareros de este lugar sabían mantener las distancias, a la par que cumplían con las normas que se deben cumplir en la hostelería: mostrar la carta, asesorar en las dudas, tomar nota de la comanda, diligencia en el servicio, buena comida, y buen sablazo. Lo habitual.
Pero el toque exótico de lo turco, más un punto de curiosidad por mi parte, más un momento en que la moza fue al lavabo, y caí en la tentación de preguntarle a un camarero que de qué parte de Turquía era. Fatal error.
Se sentó a mi lado, empezó a hablar, que era de Esmirna, que si llevaba en Suiza no sé cuántos años, que si tenía fotos de su tierra, que si revistas. Y sacó todo, hasta las cartas que le escribe su hermana desde Estambul.
Son las siete de la tarde y este hombre no para. Mi día de lujuria se mustia como una flor en el asfalto. Mi chica se ha ido al hotel, sola, como justo castigo a mi torpeza. Y lo peor es que el resto de camareros está haciendo cola para contarme ellos también su historia. ¿No podría librarme alguien del tío más palizas de este hemisferio, qué sé yo, un asesino a sueldo que pase por aquí de camino al banco a ingresar la pasta de su último trabajo?

jueves, 8 de marzo de 2012

22 de noviembre

Hoy ha venido antes de lo habitual. No ha pasado por el bar y no venía borracho. Ha entrado en silencio. Yo estaba viendo la tele. Ha pasado por delante de mi, sin mirarme, y ha entrado en la habitación.
Casi me ha dado más miedo que cuando viene borracho y dando gritos. En esas ocasiones se le va la fuerza por la boca, dice unas cuantas barbaridades sin sentido y se queda dormido en el sillón. Aunque a veces se le va la fuerza por los puños, y me golpea hasta que ya no sabe ni lo que está haciendo.
Pero hoy ha sido distinto: no ha dicho ni una palabra.
Cuando se levanta por la mañana, normalmente con una muy mala resaca, me grita, me insulta, me dice que no valgo para nada, que me va a matar. Pero se le echa encima la hora del vermut y se va dando un portazo. Por las tardes viene borracho y me dice lo mismo cambiando las palabras de sitio.
Pero hoy ha venido antes, sobrio, y en su mirada había algo extraño, algo nuevo. Una especie de determinación. Aún sigue en nuestro cuarto, ya dos horas, y yo escribo esto en la cocina. De vez en cuando oigo algún ruido. Tengo miedo. Tengo más miedo que otras veces. El no es así. El es un bocazas, pero hoy ha entrado alguien con cara de saber que va a hacer algo importante. Hoy me va a matar. Una vez vi un concurso de perros pastor, y el que ganó fue un perro astroso, que no dio ni un ladrido. Pasaba junto a las ovejas sin siquiera mirarlas. Los demás perros se hartaban de ladrar y alborotaban todo el rebaño. Pero este no. Y las ovejas estaban tan tensas que hicieron sin chistar lo que sugería el chucho, muertas de miedo. Es 22 de noviembre, me llamo Inés y hoy me van a matar. Pero no le voy a dar ese gusto, y en este momento salto por la ventana.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Se tambalea, se tambalea...

Era una voz mofletuda que rebosaba dentales y salpicaba de saliva el micro del teléfono. Pero era la voz de la persona que estaba cambiando el destino de millones de ciudadanos en ese preciso instante. Con esa llamada Goerge Soros estaba comprando tal cantidad de divisas británicas que la cotización se disparó en cuestión de minutos.
La inflación galopó a lomos de un tigre de fibra óptica desde Singapur hasta Nueva York, desde Estocolmo hasta Johannesburgo. Se tambaleaban las estructuras financieras mundiales y se temió una oleada de suicidios en masa como años atrás en el Desastre del 29.
La llamada telefónica llegaba a su fin, y Soros daba las últimas instrucciones a sus agentes al otro lado del hilo. Pero esa saliva juguetona que salpicaba el micro del teléfono, escupida con mofletuda prepotencia, penetró en los circuitos del aparato, provocando una minúscula chispita que cortó la corriente alterna. Al otro lado no pudieron oír la orden precisa y final. Un leve cortocircuito había frenado en seco el derrumbe del capitalismo universal.
Uno no sabe si felicitarse o condolerse.