miércoles, 7 de marzo de 2012

Se tambalea, se tambalea...

Era una voz mofletuda que rebosaba dentales y salpicaba de saliva el micro del teléfono. Pero era la voz de la persona que estaba cambiando el destino de millones de ciudadanos en ese preciso instante. Con esa llamada Goerge Soros estaba comprando tal cantidad de divisas británicas que la cotización se disparó en cuestión de minutos.
La inflación galopó a lomos de un tigre de fibra óptica desde Singapur hasta Nueva York, desde Estocolmo hasta Johannesburgo. Se tambaleaban las estructuras financieras mundiales y se temió una oleada de suicidios en masa como años atrás en el Desastre del 29.
La llamada telefónica llegaba a su fin, y Soros daba las últimas instrucciones a sus agentes al otro lado del hilo. Pero esa saliva juguetona que salpicaba el micro del teléfono, escupida con mofletuda prepotencia, penetró en los circuitos del aparato, provocando una minúscula chispita que cortó la corriente alterna. Al otro lado no pudieron oír la orden precisa y final. Un leve cortocircuito había frenado en seco el derrumbe del capitalismo universal.
Uno no sabe si felicitarse o condolerse.

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