No abro correo ajeno. No es que
no me guste. Es que de niño me enseñaron a no hurgar, sin permiso, en la
vida de los demás, y esta es una de esas enseñanzas que se te clavan para toda
la vida.
Pero este caso era distinto.
Hacía dos años que me había mudado a mi actual casa. Se la compré a muy buen
precio a un individuo que decía ser comercial de una empresa de cosméticos, y
que vendía la casa porque por motivos laborales tenía que irse a vivir a una
ciudad a 400 km de esta.
Vivía solo y aparentemente era
una persona normal y corriente. Sólo traté con el en la firma de las
escrituras, pues el proceso de la venta de la casa lo llevó una inmobiliaria.
Por eso, cuando un día de la
semana pasada llegó una carta a su nombre, no tuve problemas de conciencia a la
hora de abrirla. Yo no conocía su nueva dirección y en la inmobiliaria y en la
notaría tampoco la sabían.
En el remite de la carta
aparecía únicamente un nombre: Carla.
Eran cuatro folios fechados
cuatro días atrás. El matasellos del sobre ubicaba el origen en un país del
Este. La letra era un tanto descuidada, pero fácil de entender.
En los primeros párrafos Carla
daba unos cuantos rodeos sobre la tardanza en escribirle, y por ello pedía
disculpas a Martín, el anterior dueño de la casa .
A continuación comenzaba a dar
explicaciones sobre por qué lo había abandonado. Una historia mil veces
repetida. Soledad, distanciamiento, rutina, desamor. Después venían una serie
de reproches sobre lo bonito que fue el principio y lo triste que fue el final.
Al menos tenía la honestidad de repartir las culpas, no al cincuenta por ciento
pero cerca.
Para redondear el tópico, la
carta hacía mención a las intromisiones de la madre de Martín en la vida de la
pareja, Algo un tanto extraño, pues en la carta se decía que la suegra llevaba
muerta unos cuantos años. Quizá Martín padecía algún tipo de trauma no superado
respecto a la muerte de su madre, y obviamente esto alteraba la relación.
El caso es que a Carla se le
hacía insoportable vivir de esa manera y decidió romper con todo y marchar a
otro lugar donde poder empezar una nueva vida.
Hasta aquí tres folios. El
cuarto y último parecía una carta distinta. Ya no hablaba de sus sentimientos,
sino de Martín. Y lo hacía desde un punto de vista casi médico, casi científico,
casi profesional. Era un diagnóstico sobre una personalidad perturbada,
asediada por un dolor intratable. Eran también palabras de apoyo, aunque desde
una cierta distancia. No las palabras de tu expareja, sino las de un buen amigo
que te quiere ayudar.
La carta terminaba de la
siguiente manera: He conseguido alejarme de ti y de tu recuerdo. He conseguido
que no me afecte lo que de ahora en adelante te pueda pasar. Pero no quiero que
lo que tenga que pasar sea malo para ti. Quiero que afrontes la realidad, y que
a partir de ahí comprendas lo que te ocurre, e inicies tu propia recuperación.
UTM 43°02'20.89"
N 2°38'15.31" O. Hasta siempre. Carla.
Lo último eran unas coordenadas
cartográficas que no me llevó mucho tiempo descifrar en internet, incluso
conseguir una fotografía aérea con una precisión más que aceptable sobre el
lugar.
Sólo tardé 20 minutos en llegar
a la zona, un claro en un bosque cercano, donde destacaba una roca a la que
apenas cubría la sombra de un tejo. Rodeé la piedra y vi que en la parte que
daba al árbol había una oquedad del tamaño de una pelota de cesta-punta. Metí
la mano y encontré un cartucho de plástico que en su interior contenía un
papel. Y este decía: Junto a este árbol descansa Irene, muerta a golpes por su
hijo Martín en un ataque de locura, y hecha desaparecer por Carla en un
desesperado acto de amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario