Aquí a veces me lo ponen
difícil. Hay una cortina que a duras penas me deja pasar, pero no puedo fisgar
como yo quiero. Suerte que estos días mi jefe los está tostando con un calor
espeso que les hace dormir con la ventana abierta. Así que aquí llega esa
aislada ráfaga de aire que aparta el molesto visillo y me permite entrar con
todo mi esplendor, que no es poco. Ilumino la habitación como si mi mismo jefe
estuviera aquí. Ya es hora de levantarse. Las seis de la mañana. Ponen el
despertador para que suene a las seis y media, pero yo aparezco antes para
darles los buenos días.
Ellos me responden con un
gruñido. Entonces él se levanta, lanza unos breves improperios a mi Astro Rey y
recoloca la cortina, pillándola con una silla para que no vuelva a moverse.
Pero ya estoy dentro. Y para
cuando él vuelve yo ya me he colado en la cama y recorro toda la geografía
epidérmica que me permiten las sábanas.
Ella es más agradecida. Sonríe
y se alegra porque le anuncio un día luminoso, como sé que le gustan. En
invierno vengo menos, porque durante esos meses mi calor es pobre y no consigo
más que despertarla y que se ajuste mejor la manta.
Pero en primavera, en verano,
aquí me planto y la envuelvo en mis cálidos fluidos durante un ratito. Sé que
la hago feliz, y yo también me lo paso bien viendo cómo se estremece con mis
requiebros. Para él no guardo nada. Me odia, porque trabaja en el campo, y lo
hace casi desde que sale mi jefe hasta que se retira. No le culpo. Mi jefe
resulta excesivo cuando abusa de su poder.
A las seis media se levantan, ella
aparta la cortina y abre la ventana de par en par. Entonces yo me escapo al
banquito que tienen en la entrada. Y ahí paso el día hasta que mi jefe me manda
a dormir.
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