Ella entró en la habitación. Estaba anocheciendo, pero no encendió la luz. Por la ventana entraban las primeras ráfagas de los neones de la calle. Abrió el bolso y sacó el paquete de tabaco y el mechero. Se acercó a la ventana, la abrió y dejó entrar el pegajoso bochorno veraniego. Encendió un cigarro y se apoyó en el alféizar.
Oyó un ruido detrás de ella, pero no tuvo tiempo de volverse. Dos fuertes brazos sin nombre la cogieron por la cintura y la arrojaron sobre la cama. Su amante se le echó encima y comenzaron la ceremonia del último año. Se quitaron la ropa, se abrazaron, se besaron entre violentos fogonazos. La habitación no era más que un oscuro callejón en el que dos habitantes de la noche peleaban por conquistar su territorio.
Como casi siempre, nada quedaba en pie. Acababan borrachos uno de otro, y así conseguían munición para aguantar sin verse durante unos días.
Se habían conocido una noche de fiesta. A él le pareció la mujer más hermosa que había visto esa semana. A ella le pareció un macarra prepotente, un engreído, un auténtico petardo, y eso sin siquiera abrir la boca. Él se le acercó, sin que ella lo perdiera de vista. Cuando él pudo ver de cerca los ojos verdes de ella, la invitó a buscar un hotel, directamente.
Ella dijo que no. Él no se esperaba el portazo, por lo que tuvo que maniobrar rápidamente para que ella no percibiera el leve pestañeo de sorpresa.
-Jamás me han rechazado. -mintió él.
-Hoy era el día. -dijo ella.
-Nadie me dice que no. -insistió él.
Ella lo taladró de abajo a arriba con sus ojos verdes, y le dijo: -Me gusta decir “no” cuando quiero decir “no”.
Él le sostuvo la mirada, pero un segundo pestañeo le traicionó. Se dio media vuelta y se fue.
Ella lo vio marchar, no sin pena, porque al primer vistazo aquel troglodita también le había gustado para darse una alegría. Sería un gilipollas, pero parecía tener toda la furia carnal que ella necesitaba desde que la relación con su marido había entrado en una tediosa barrena sexual y afectiva.
La segunda vez que se vieron, unos días después en el hipódromo, fue ella la que se le acercó. La mirada de él no reflejaba ni frío ni calor, aunque no pudo evitar un ligero pestañeo.
-¿Has encontrado hotel? -le dijo ella.
-Siempre tengo uno a mano. -contestó él.
-Veamos si también tienes la llave.
-Okey. -dijo él, estirando la sonrisa.
Lo que iba a ser un revolcón de una noche de verano fue el inicio de una relación volcánica. No se dijeron los nombres, ni las ocupaciones, ni las aficiones, ni las preocupaciones. Aunque hay cicatrices que dicen más que las palabras. Y él tenía unas cuantas. A ella le gustaba sentir que con aquel tipo estaba en un juego prohibido, y tal vez peligroso. Un incentivo más para alimentar la lumbre.
Se juntaban una vez a la semana en el mismo hotel, donde desataban todos los rayos y truenos acumulados desde el último encuentro. Apenas hablaban, sólo se dedicaban a ellos en cuerpo pero no en alma.
Una noche él llegó más tarde de lo habitual. Le dijo que un tiroteo a última hora con la policía le había tenido más ocupado que de costumbre. Cosas del trabajo.
Iniciaron el fragor de su batalla, pero ella no disfrutó de la lucha. Una cosa era fantasear con que su amante pudiera ser un peligroso forajido perseguido por la policía, y otra muy distinta saber que su amante era un peligroso forajido perseguido por la policía. No quería saber nada para no tener que preguntar por nada, para no tener que implicarse en nada. No quería que su hoguera semanal fuera el reposo del guerrero que viene a contar sus penas. Le bastaba con ser su desahogo sexual, y que él fuera el suyo.
El conocimiento mutuo conlleva a menudo unas ciertas dependencias que podían derivar en vete a saber qué. Y no quería una vida rutinaria de clandestinidad fugitiva. Su vida de domadora de tarántulas ya era bastante monótona como para cambiarla por días y noches de atracos a bancos y persecuciones a tiros.
Así que ese día, cuando ya habían muerto de pasión, ella se fue del hotel para no volver. Su amante se quedó envuelto en pestañeos. De sorpresa, de ira, de resignación. Hizo bien en no pasar de ahí, porque ella siempre llevaba en el bolso un ejemplar no muy domesticado de los bichos con los que trabajaba, por lo que pudiera pasar.
Su decisión era firme: o lo prohibido o nada.
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