viernes, 29 de enero de 2010

Nunca podría olvidarla

Nunca podría olvidarla. Sus ojos de añil, su boca de fresa, su pelo de oro, su nariz de princesa. Cuánto la había amado. Cuando la conoció quedó prendado de sus ojos brillantes, sus dientes de perla, sus labios de rosas. Se fueron a vivir al apartamento de ella, y se amaron eternamente, apasionadamente. Él sólo vivía para sus ojos de fuego, su húmeda boca, su cuello de seda. Llegaron a las más altas cumbres, el éxtasis del amor, la pasión desbocada, donde ardorosos latían sus labios carnosos, su lengua hambrienta, sus pechos lascivos, sus nalgas abiertas. Conocieron todos los mundos, dibujaron todos los cielos, bailaron sus dedos entre sus temblorosos muslos, sus rizos de lava, su ombligo de ámbar. Desde el jardín más alto veían pasar las horas, los días, por sus manos expertas, sus cálidos labios, su frente perfecta. Las horas, los días, iguales, iguales, iguales. Tanto amor, tanta pasión, tanta rutina se mecía en su vientre de plata, sus piernas de bronce, sus ojos de gata.
Ya no había laberintos que explorar ni murallas que vencer. Ya eran todo y eran uno. Ya la sorpresa se quedaba fuera, ya conocía sus ojos marinos, sus largas manos, su espalda desierta. La pasión se extinguía, la noche no era un universo de estrellas, y en la cama dormían. Por la mañana veía sus ojos azules, sus lisos cabellos, sus redondas rodillas. El amor voló. La despedida fue amistosa, sin rencores, sin arrebatos. Se besaron largamente. No sellaban nada, quién sabe, tal vez, quizá un día nos echemos de menos.
Mientras bajaba las escaleras le vinieron al recuerdo sus ojos, su boca, su vientre, sus manos,...

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